(Manuscrito en tres sellos)
EpígrafeLux quae ambulat, verbum sine nomine.
(La luz que camina es palabra sin nombre.)
☉ Primum Sigillum: El Libro sin Autor
No sabría decir a qué hora empezó el temblor secreto del aire. La calle estaba vacía y, sin embargo, todo parecía ordenarse alrededor de una presencia. No la vi llegar: simplemente sucedió. Su caminar no avanzaba: establecía el compás del mundo. El polvo de los bordes, los pliegues grises del crepúsculo, el ritmo imperceptible de los semáforos… todo cayó bajo una música que yo ignoraba conocer. Sus cejas eran dos arcos donde el cielo encontraba reposo. En sus ojos, color de raíz cálida, no había promesas; había evidencias. La sonrisa—apenas un trazo—encendió un sol nuevo en un lugar donde yo no sabía que faltaba. Su seriedad no era distancia; era medida. Su risa, cuando llegó, no fue júbilo, sino acuerdo: el universo aceptando su propio rostro. No hubo palabras. Yo no le hablé y ella no me habló. Bastó la geometría de su paso, sobrio y elegante, para que lo no-dicho tomara el centro del escenario. Comprendí, como se comprende un teorema después de años de intuición ciega, que la belleza no era un lujo del mundo, sino su fundamento. Y me avergoncé de no haberlo oído antes. Regresé a casa con ese silencio latiendo. Esa noche, la ciudad parecía renovada. En cada ventana vi un fulgor repetido. Dormí poco, soñé mucho. Al amanecer, guiado por una fatiga curiosa, caminé hasta una librería sin rótulo, escondida en una galería que yo nunca había visto. Dentro, olía a cera y a páginas viejas. En el mostrador, un anciano de traje oscuro me observaba sin gesto.—Busco un libro —dije, sin convicción.—Todos aquí son el mismo —respondió, y sólo después noté que su voz no parecía salirle de la garganta, sino de la madera de las estanterías. Tomó un volumen encuadernado en lino mate, sin título, sin autor, sin número. En el lomo apenas había tres signos: ☉☽♄.
—Este no se compra —dijo—. Se abre una vez. Puso el libro en mis manos con la gravidad con que se entrega una sentencia. Noté el peso exacto, como si las hojas contuvieran no palabras, sino objetos. Lo abrí. La primera página estaba en blanco; la segunda, también. En la tercera, en latín, leí: Lux quae ambulat. Después, versos que parecían conocerme: En el origen quieto del verbo y del sonido,… No diré el resto. No por cautela; por pudor. Sentí que el manuscrito había sido escrito desde un futuro en el que yo ya me había comprendido. Cada verso golpeaba la puerta de un cuarto no visitado. Cuando llegué al último, sentí un frío lento en la columna. En la guarda final, una sentencia: Quien la vea, no la nombre. Quien la ame, no la toque. En ella el secreto devora al que miente.—¿Quién escribió esto? —pregunté.—Usted, si llega —dijo el anciano—. O quizá ella, si vuelve. Alcé la vista. El hombre ya no estaba. El mostrador también había cambiado de lugar. Había, en su sitio, un espejo ovalado de plata. Me miré: detrás de mí no se reflejaba la librería, sino un corredor de piedra. Dio un paso mi reflejo. El espejo se empañó. Cerré el libro. El espejo volvió a mostrar la tienda corriente que siempre debió haber estado allí. Salí con el volumen bajo el brazo, como quien oculta un talismán. La luz del mediodía temblaba.
☽ Secundum Sigillum:
El Corredor de las Huellas
Leí el libro durante tres días. No había número de páginas; lo que se abría era lo que yo necesitaba. A veces el texto era lírico; a veces, un axioma; a veces, un acertijo. Había pasajes que pedían silencio antes de continuar, como puertas que no se abren si uno no respira de un modo preciso. Noté que cada vez que aparecían los signos ☉ o ☽ o ♄, el aire a mi alrededor cambiaba de temperatura.La tercera noche, la sentencia de la guarda —Quien la vea, no la nombre…— comenzó a repetirse en mis sueños. No como amenaza, sino como regla de acceso. Vi entonces su caminar otra vez. No en la calle, no en ninguna plaza: en un corredor de piedra, sin lámparas, donde la luz provenía de un sitio anterior a la piedra misma. Yo lo recorría detrás de ella a distancia reverente. Su andar era un texto. Cada paso dejaba una marca geométrica: un ángulo, un semicírculo, un compás invisible afinando el caos. Su elegancia no era una pose; era el modo en que la realidad recordaba su forma. Desperté con la sensación de haber aprendido algo que me haría falta pronto. Fui a la librería, pero la galería ya no estaba. Me quedé frente a una pared donde los afiches de conciertos anunciaban fechas de meses anteriores. El libro, en mi mochila, latía. —Hay corredores —dijo una voz a mi izquierda. Era una mujer joven, con un cuaderno de dibujo—. No se entra por voluntad, sino por consonancia.—¿Consonancia con qué?—Con la luz que camina. No sé si aquel diálogo ocurrió en el mundo o en el escalón inmediato hacia el mundo. Ella sonrió; su sonrisa tenía un brillo ajeno a la conversación trivial. Me tendió una página: un boceto. Era el corredor de piedra de mi sueño. Al fondo, la silueta de una figura que avanzaba: la geometría de un paso que yo reconocía.—¿Dónde lo viste? —pregunté.—No se ve —cerró el cuaderno—. Se recuerda.Y se fue, con esa disolución propia de lo que vuelve a su lugar cuando ya ha cumplido su mensaje. Esa noche, abrí el libro en un punto que no recordaba haber visto. Una nota marginal, escrita a mano:Motus. Pulchritudo est ordo divinus. Debajo, un párrafo sin rima: La Belleza no embellece; establece. El orden no es una ley posterior al caos, sino su luz previa. La marcha de la Luz es la pedagogía del ser. Quien la observa desde la codicia, la pierde; quien acompasa su pulso, la aprende. Se me ocurrió, entonces, caminar. No a algún lugar, sino con el libro. Fue mi primer experimento: conté mentalmente catorce latidos por cuadra, una cesura en el centro, como si mi paso obedeciera a un verso alejandrino. Al principio fue ridículo; luego, necesario. La ciudad se me ofrecía con otra gramática. En una esquina vi a una mujer cargar bolsas: su gesto minúsculo de acomodarse el cabello era una ecuación. En el reflejo del vidrio de una panadería supe que el coche que se acercaba no iba a doblar, y no porque escuchara el motor, sino porque la luz de la tarde lo pedía. Todo parecía obedecer a una música escondida. Volví al libro para confirmar si me había vuelto supersticioso. Leí: El que mira aprende; el que nombra, rompe.No digas “esto es así”. Haz que el paso lo revele.El mundo, cuando encuentra su ritmo, deja de mentir.Decidí poner a prueba la advertencia. Iba a nombrarla. No podía seguir escribiendo “ella”, “la figura”, “la presencia”. Abrí una libreta, tomé la pluma, y comencé una letra. En cuanto apoyé el trazo, las luces de la habitación vacilaron. Una grieta se dibujó en el borde de la pared, finísima, como un cabello. Sentí frío en los dedos. Cerré la libreta. La grieta desapareció. No era miedo; era respeto. Entendí el alcance de la regla. En la cuarta madrugada, soñé que llegaba al corredor. Estaba vacío. Las piedras del suelo guardaban huellas circulares, concéntricas, como si alguien hubiera caminado y a la vez hubieran girado bajo sus plantas. En el muro del fondo, un relieve de rosas sin nombre. En el centro, un espejo ovalado: el mismo de la librería. Me vi acercarme. Mi reflejo llevaba el libro. Lo abría. Dentro, no había palabras: había mi propia caligrafía, que todavía no había escrito.—¿Qué se escribe primero? —pregunté al espejo.—La pregunta —respondió mi imagen—. Después, el resto sucede.Desperté con la certeza de que, si quería volver a verla, no debía buscarla, sino aprender a preguntar.
♄ Tertium Sigillum:
Revelación y Enigma
Empecé a vivir de otro modo. Pocos lo notaron. Salvo por cosas nimias: demoraba un minuto más en cruzar una calle, prestaba atención a la inclinación de las sombras, a la manera en que dos desconocidos tropezaban sin herirse. Llevaba el libro conmigo, pero casi no lo abría. Lo escuchaba. Descubrí que la ciudad tenía zonas de silencio verdadero: no ausencia de ruido, sino respiración de lo real. Esperaba allí.Una tarde de invierno, en una plaza sin nombre, la brisa cambió de textura. En el borde del cantero, una mujer mayor recogía hojas secas. Al levantar la vista, me sorprendió la calma de su gesto; no había prisa ni cansancio: había medida. Entonces ocurrió. No apareció como en la primera vez, con claridad de epifanía, sino con el pudor de algo que se sabe inevitable. La figura cruzó la avenida. Su paso reescribió la línea de las baldosas. El aire—no sabría decirlo mejor—comprendió.Su rostro no pedía interpretación: la contenía. Sus cejas, densas y precisas, enmarcaban una mirada que no exigía promesa alguna. La sonrisa fue mínima; suficiente para que un sol naciera en lo invisible. El resto fue orden: la tierra bajo sus pies, el ruido de un colectivo Lejano, un niño lanzando una pelota que cambió de dirección sin tocarla. Me vio sin verme, como se ve una lámpara cuando uno entra a un cuarto que ya conoce. Cuando pasó a mi lado, lo supe: no era alguien atravesando el mundo; era el mundo encontrando su paso. Me llevé la mano al bolsillo, rozando el canto del libro. No lo saqué. La regla era clara: quien la vea, no la nombre. Aun así, una parte de mí deseó tocar la orilla de su abrigo, establecer una prueba de que aquello no era una invención. En cuanto avancé medio centímetro, la temperatura del aire descendió. No fue amenaza; fue advertencia amorosa. Retiré la mano, y la brisa volvió a ser brisa. Ella continuó. No volvió la cabeza. En su andar había una suma exacta de seguridad y gracia. No era soberbia: era realeza de otro orden. La plaza quedó igual y, a la vez, para siempre distinta. Esa noche, el libro se abrió solo sobre mi mesa. Lo juro. Las páginas se detuvieron en un texto que no había visto: Revelatio No toques el signo que te enseña a pensar. No cierres la puerta que no supiste abrir. El amor no toma; acuerda. La belleza no corre: espera que alcances su paso. Debajo, una nota del autor en letra pequeña: Si haces del misterio una presa, el misterio hace de ti su alimento. Si acompañas, eres admitido.Comprendí que mi deseo de demostrar era un resto de superstición realista: creer que lo tangible confiere verdad. Me dejé instruir: acompasé. Cerré los ojos y respiré a catorce. No recité nada. No pedí nada. A la cuenta de siete, cesura; a la de catorce, descanso. Durante esa respiración, la habitación se tornó hospitalaria. Entonces, sin imagen ni sonido, la certeza: ella no era un fenómeno externo a mi conciencia, ni una invención de mi deseo. Era la figura arquetípica de la medida, la Sophia que revela que el mundo no es objeto de posesión, sino de acuerdo. Su bondad —esa preocupación silenciosa que tantas veces sentí como una caricia en la espalda de mis días— no era sentimental: era ontológica. La risa que la acompañaba no era liviandad: era permiso. Su seriedad no era dureza: era el peso exacto de lo verdadero. Abrí los ojos. Sobre la mesa, además del libro, había un espejo ovalado. No recordaba haberlo traído. En él vi el corredor de piedra. Me asomé con un temor alegre. Un paso, luego otro. Crucé.Al otro lado no había frío ni calor. Era como caminar dentro de una idea. La pared del fondo mostraba las rosas sin nombre. En el centro, una inscripción en lengua que conocía sin haber estudiado: “Lux in via est veritas”. Debajo, tres versos: No la nombres: se nombra en su paso contenido. No la tomes: concede si tu ritmo es su ritmo. No la sueñes: sucede cuando el ser ha aprendido. La vi aparecer desde la izquierda. No llevaba prisa ni demora. En su andar estaba dicha la lengua de todas las promesas. Yo, consciente de mi torpeza, apenas incliné la cabeza. Ella sostuvo mi mirada el tiempo exacto para que no hubiera dominio ni renuncia. En sus ojos cabía la totalidad sin violencia. Sonrió. No tuve lágrimas; tuve medida. Yo era, por primera vez, digno del silencio. Quise decir “gracias”, pero el corredor no admitía palabras vulgares. Entonces hice lo que el libro enseñaba: acompasé. Catorce en silencio; cesura en el centro. En el latido siete, ella alzó apenas la mano, no para detenerme, sino para bendecir el intervalo. Comprendí: la vida, con su ruido y su prisa, sólo necesita aprender a dejar espacio en el medio. Cuando retrocedí, el espejo me devolvió mi cuarto. La mesa, el libro, la lámpara. El espejo se volvió opaco y desapareció como un vaso de niebla que alguien sopla. Afuera, una calle común. Adentro, una calle nueva.Desde entonces, ya no busco. Camino. En las esquinas, a veces, la brisa se ordena. En los pasillos de los hospitales, alguien sonríe con un sol pequeño que basta para un día. En la marcha grave de algunas mujeres —sí, las que saben sin ruido— el mundo se mide para reanudarse. Y cuando la tentación de nombrar o tomar me llega, abro el libro en cualquier página en blanco. Allí está la regla, aunque no se lea: quien la vea, no la nombre; quien la ame, no la toque. No por temor, sino por acuerdo. He vuelto a la librería muchas veces. No la encuentro. A veces creo que la galería aparece cuando uno ha sido fiel a la cesura. No lo sé. Me basta con la certeza de que el libro sigue escribiéndose en mí. A veces, antes de dormir, una oración antigua me visita, hecha de pocas palabras, ninguna imprescindible:La luz que camina.Y con eso basta.