Arturo Del Castillo
La Geometría de la Paradoja.
Habitamos, tú y yo, la misma jaula de concreto, el mismo vasto y tumultuoso organismo de asfalto que respira monóxido y exhala prisas. Es una verdad empírica, un dato irrefutable que podría constatar en cualquier registro civil o censo demográfico de esta urbe: nuestros cuerpos ocupan coordenadas geográficas que, en la escala del universo, son prácticamente idénticas. Sin embargo, esta cercanía física, esta proximidad cartográfica, se erige como la burla más cruel de la existencia, pues vivimos bajo el mismo cielo plomizo y caminamos sobre las mismas aceras fracturadas, pero nuestras realidades discurren como dos asíntotas, condenadas a extenderse hacia el infinito sin jamás tocarse, sin jamás profanar el espacio del otro con un saludo, una mirada o un roce accidental.Reflexiono, en las noches de insomnio donde el ruido de la ciudad se apaga y solo queda el zumbido eléctrico del silencio, sobre la absurda probabilidad estadística de nuestra desconexión. La ciudad no es infinita; es un sistema cerrado, un laberinto finito de bulevares, puentes a desnivel y rotondas que reciclan el tráfico humano una y otra vez. ¿Cómo es posible, entonces, que en este tablero de ajedrez limitado, donde las piezas se mueven incesantemente, el rey y la reina no vuelvan jamás, a coincidir en casillas anejas?
Existe una coreografía invisible, un ballet de desencuentros orquestado por un destino burlón o por el ciego azar, que nos mantiene perpetuamente separados por el margen de un suspiro, por la fracción de un minuto, por el capricho de un semáforo que cambia de rojo a verde. Me aterra y me fascina pensar que compartimos la misma atmósfera, que el aire que exhalas en el norte de la ciudad podría ser, por obra de los vientos alisios que descienden de las montañas, el mismo aire que yo inhalo minutos después por Miraflores, ignorante de que llevo en mis pulmones el residuo de tu aliento vital.
El Palimpsesto Urbano.
Camino por las avenidas con la mirada de un arqueólogo que busca ruinas invisibles. La ciudad es un palimpsesto, un pergamino que se reescribe constantemente. Cada día, miles de suelas de zapato imprimen su historia sobre el cemento, borrando muchas de las historias del día anterior. Y en esa superposición de huellas, me obsesiona la idea de la sucesión temporal. Es muy probable, casi una certeza matemática, que hoy hayas pasado por una de las mismas calles que yo transité. Tal vez entraste a esa librería de viejo, o cruzaste el umbral de aquel edificio gubernamental de cemento frío y burocracia estéril. Pero lo hiciste a las nueve de la mañana, cuando la luz del sol aún era oblicua y prometedora. Yo pasé a las once, cuando el sol ya castigaba con su verticalidad y las sombras se escondían bajo los zapatos. Ahí radica la tragedia: la superposición espacial carece de sincronía temporal. Pongo mi mano sobre la barandilla de metal de un puente peatonal y siento un calor residual. ¿Es el calor del sol? ¿O es la termodinámica de tu piel que estuvo allí hace instantes? No hay forma de saberlo. Eres un fantasma que precede mis pasos, o tal vez yo soy el espectro que te sigue, ambos atrapados en un bucle temporal donde el «ahora» nunca es compartido.
Las instituciones, esos templos seculares del orden y el trabajo, actúan como grandes segregadores. Tú en tu torre de cristal y documentos, yo en mis tribunales y despachos de caoba y textos. Ambos inmersos en la vorágine de las jornadas laborales, esclavos del Cronos, mirando el reloj no para saber la hora, sino para medir cuánto tiempo de vida se nos escurre sin vernos. Un sabio argentino, hace ya tiempo escribió: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”, y efectivamente, yo así mido, el tiempo. ¡Oh, amada mía! en el fondo de mi ser, como anhelo que el Kairós se presente de nuevo en nuestras vidas.
El tráfico, esa bestia metálica y rugiente que colapsa las arterias de la ciudad a las cinco de la tarde, es otro muro. Podrías estar a unos tres vehículos del mío, separada de mí por apenas unos cuantos metros de chapa y vidrio tintado, escuchando quizás alguna canción que yo también conozco, alguna que yo te dediqué, o alguna que al escucharla, siempre hace que me recuerdes, y sin embargo, somos dos universos aislados, encapsulados en nuestras propias burbujas de soledad rodante.
La Lluvia como Velo y Espejo.
Y luego está la lluvia. En esta ciudad, la lluvia no solo limpia; oculta. Cuando el cielo se desgaja y el agua cae con la furia de un castigo bíblico, el mundo se desdibuja. Los parabrisas se convierten en caleidoscopios líquidos y los transeúntes se vuelven manchas apresuradas bajo paraguas negros. En esos días de tormenta, la posibilidad de verte se reduce casi a cero, y sin embargo, la sensación de tu presencia aumenta.
La lluvia democratiza la melancolía. Pienso que, si estás mirando por una ventana en este preciso instante, viendo quizá, cómo el agua, por una parte, anega las alcantarillas y convierte las calles en ríos, pozas y fango, o por otra, —más romántica—, piensas en tu vida, en tu mundo interior, que al igual que la ciudad, se llena de una atmósfera brumosa y reflexiva. Es entonces, cuando estamos compartiendo una misma experiencia. Estamos viendo la misma lluvia. Es un consuelo pobre, una migaja metafísica, pero me aferro a ella. La lluvia que golpea mi ventana es la misma agua que golpea la tuya; es el único elemento físico que nos toca a ambos simultáneamente, un hilo conductor líquido que une nuestros refugios en medio de la tempestad.
Pero entre el viento que azota los cables de alta tensión y el trueno que hace vibrar los cimientos, tú sigues siendo una incógnita. No te veo correr buscando refugio en un puesto, no te veo sacudir tu cabello mojado en la entrada de una cafetería. La ciudad, bajo la lluvia, es un lugar de ocultamiento, y tú eres la maestra del escondite, o quizás, yo soy el ciego que se niega a ver.
La Onírica de la Vigilia.
Te pienso. El verbo se queda corto; te reflexiono, te medito, te intelectualizo. Mi mente, entrenada en la lógica jurídica y el raciocinio deductivo, fracasa estrepitosamente al intentar procesar tu ausencia. Te has convertido en una idea platónica, en un arquetipo que habita el Topos Uranos de mi subconsciente, más perfecta y terrible que la mujer de carne y hueso que quizás ya no existe, porque el tiempo habrá hecho sus destrozos, también te habrá cambiado a ti, como me ha erosionado a mí. Te sueño, no solo en el sentido freudiano de la actividad onírica nocturna, sino en la ensoñación diurna. A veces, entre un escrito, y una revisión de jurisprudencia, mi mente se fuga, y salgo a la calle, y veo una cabellera que se asemeja a la tuya doblando una esquina; veo un perfil en la multitud que me recuerda a la curva de tu cuello; escucho una risa en una mesa lejana que tiene la misma cadencia musical que la tuya.
Mi corazón da un vuelco, esa taquicardia absurda de la esperanza, y me detengo. Busco con la mirada, escudriño los rostros anónimos, penetro la masa heterogénea de extraños. Pero siempre es un espejismo. Es una pareidolia del alma: mi deseo proyectando tu imagen sobre el lienzo indiferente de la realidad. Nunca eres tú. Eres el fantasma que mi deseo invoca, pero que la realidad se niega a materializar.Y en esas fracciones de segundo donde creo verte, siento una mezcla pusilánime de anhelo y pánico. ¿Qué pasaría si realmente fueras tú? ¿Qué haríamos con el abismo de tiempo que se ha abierto entre nosotros? Mi mente se nubla de la duda contrafactual.
La Sátira de los Encuentros Triviales.
Es aquí donde la tragedia deviene en farsa, donde el universo despliega su humor negro con una precisión hiriente. Me invade una risa satírica, casi un rictus de incredulidad cínica, cuando el azar, en su infinita torpeza o su malicia calculada, me arroja constantemente frente a rostros que carecen de todo peso gravitacional en mi historia.La ironía es punzante: la ciudad me obliga a coincidir con figurantes, con extras sin parlamento en la obra de mi vida. Me encuentro en el supermercado con aquel compañero de la facultad cuyo nombre apenas recuerdo y con quien jamás intercambié más que trivialidades sobre el clima o los códigos procesales; me cruzo en la farmacia con vecinos de un pasado remoto que siempre me resultaron indiferentes; tropiezo en las aceras con conocidos circunstanciales, sombras periféricas a quienes saludo con una cortesía autómata y vacía.
El destino es pródigo en cruzarme con lo irrelevante, en poner en mi camino a la multitud anónima y a los conocidos superfluos. Pero a ti no. A ti, con quien he compartido la sustancia misma del tiempo, a ti, que no eres nota al pie sino el texto principal de mi memoria, a ti no te encuentro más. Es una broma macabra de la estadística: converger con lo banal y divergir de lo esencial. ¿Cómo es posible que la urbe me regale la presencia de extraños y me niegue la visión de la mujer con quien compartí los mejores días de mi vida? Aquellos días que no fueron meras fechas en el calendario, sino épocas doradas, cumbres de una felicidad que ahora, en retrospectiva, parece pertenecer a otra vida, a una era mitológica personal. Es un sarcasmo ontológico: el mundo está lleno de gente, y sin embargo, la única persona que dotó de significado al tiempo, la única con la que el «estar» se convertía en «ser», permanece oculta tras el velo de lo improbable. Me río, sí, pero es una risa que duele, la risa del que entiende que el caos no es solo desorden, sino una forma sofisticada de la crueldad.
La Aporía del Lector Nocturno.
Entre las diversas y extensas lecturas de casi cada noche —unas interesantes y otras no tanto—, transcurridas después de las seis horas del fenecer del lubricán, y a un par de horas antes del renacimiento del alba, súbitamente, y más allá de dicho menester, emerge —o arriba— cierta paremia que irónica y absurdamente me hace pensar si realmente quiero huir, o acercarme más a ti. Y me pregunto si este menester es, a su vez, también un escape que no me termina de funcionar. Al aún no encontrar respuesta, lo que puedo hacer es seguir —como de costumbre— con la exégesis y la eiségesis a cada libro de casi cada noche, ya que ciertamente este menester también se ha convertido en un axioma para descuidarme, al menos un poco, de ti.
Sin embargo, la trampa de la eiségesis es insidiosa y cruel. Busco en los infolios de la antigüedad un refugio, una tabula rasa donde tu nombre no esté inscrito, pero mi mente, traicionera intérprete, tergiversa las grafías. Si leo a Ovidio, no hallo mitología, sino la metamorfosis de tu recuerdo en dolor; si consulto a los estoicos, su ataraxia me parece una burla sofística frente a mi turbación. Cada página se vuelve un espejo cóncavo que deforma la historia universal para convertirla en una biografía no autorizada de nuestra distancia.He descubierto que la biblioteca no es un laberinto de salida, sino una espiral centrípeta. Intento intelectualizar el olvido, sepultar tu imagen bajo estratos de filosofía y jurisprudencia, pero tú emerges entre las líneas como un palimpsesto obstinado que se niega a ser borrado. La lectura, que prometía ser un narcótico para la memoria, deviene en un estimulante para la ausencia, y así, en esa vigilia forzada entre el ocaso y la aurora, descubro con espanto que no leo para escapar de ti, sino para encontrarte oculta, como un acróstico secreto, en las palabras de los textos.
La Escritura como Exorcismo y Convocatoria.
Te escribo. Escribo estas líneas y miles más que nunca leerás. La escritura se ha convertido en mi forma de tocarte sin manos, de hablarte sin voz. Eres la destinataria implícita de cada metáfora, la musa silenciosa de cada silogismo. Escribir sobre nuestra no-coincidencia es la única manera de darle sentido a este absurdo. Si no puedo tenerte en la realidad tangible, te tendré en la arquitectura de las palabras, en el edificio gramatical que construyo párrafo a párrafo. Aquí, en el papel (o en la pantalla luminosa), controlo el encuentro. Puedo hacer que nuestros caminos se crucen en la página treinta. Puedo decretar que la lluvia cese y que nos miremos a los ojos en donde yo quiera. Soy el dueño de este pequeño universo literario. Pero al levantar la vista, la ciudad real impone su tiranía de nuevo. Las palabras no tienen el poder de alterar las rutas, el tráfico, ni de sincronizar nuestros relojes.
El Miedo al Encuentro (La Paradoja del Buscador)Y
aquí llegamos al núcleo de la cuestión, a la verdad más dolorosa y contradictoria: no te busco.Sé dónde podrías estar. Conozco tus antiguos hábitos, tus preferencias, los barrios o colonias que solías frecuentar. Podría, si quisiera, trazar una estrategia de búsqueda, aplicar la lógica deductiva para cercar tus movimientos y provocar ese encuentro «casual». Pero no lo hago. Me mantengo en mi órbita, respetando la elipse que nos aleja. ¿Por qué? Porque existe un terror sagrado a la realidad. Mientras no nos veamos, sigues siendo posibilidad pura, potencia aristotélica. Sigues siendo el recuerdo inmaculado, idealizado por la nostalgia. Encontrarte sería colapsar la función de onda, reducir la magia a la prosaica realidad de dos extraños que alguna vez se conocieron. Tal vez te encuentre mañana. Tal vez el azar, cansado de mantenernos separados, decida jugar su carta final y nos ponga frente a frente en un elevador, o en la fila de un banco. Tiemblo de solo pensarlo. No estoy seguro de querer encontrarte porque no estoy seguro de poder soportar la mirada de una mujer que ya no me conoce, o peor aún, la mirada de una mujer que me conoce demasiado bien y decide ignorarme.
Prefiero, quizás, esta tortura dulce de saberte cerca pero inalcanzable. Prefiero habitar esta ciudad contigo como dos notas en una partitura disonante: sonando al mismo tiempo, pero nunca formando un acorde. Eres la habitante secreta de mi ciudad personal, la sombra que da profundidad a la luz de mis días.Vivimos en el mismo laberinto, mi querida y amada, pero hace mucho tiempo que el hilo se rompió, y el Minotauro del olvido nos vigila a ambos, esperando devorar el último vestigio de lo que fuimos, mientras la ciudad, indiferente y eterna, sigue su curso bajo la lluvia.
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