Blair Sinclair

El Jardín de la Duda Contrafactual

Epígrafe: “No fue el destino: fue el silencio”

Capítulo I: El Umbral de la Abulia

El Hombre no llegó al patio; reincidió en él. El acto de su llegada carecía de la novedad de un descubrimiento; era, en cambio, la confirmación ritual de una condena, el retorno cíclico del pecador al instrumento de su penitencia.

El acceso a este hortus conclusus, esta geografía íntima de su fracaso, no se encontraba en ningún mapa de la ciudad profana. La urbe de neón y asfalto, con su estruendo de motores y su prisa vacua, existía en un plano dimensional ajeno a este. Para el Hombre, la ciudad era un purgatorio de distracciones, un interludio ruidoso entre sus visitas a este, su verdadero infierno. Acababa de dejarla atrás, esa metrópoli de otros, donde las vidas ajenas se desarrollaban con una lógica causal que él había repudiado. Había caminado por calles atestadas, un espectro entre los vivos, su gabardina rozando a transeúntes que, a su vez, lo ignoraban, reconociendo instintivamente en él a alguien que ya no participaba del pacto colectivo de la acción.

El portón se manifestaba solo cuando la noche externa coincidía con la penumbra de su ánimo. No era una estructura de tiempo completo. Era una anomalía topográfica, una cicatriz en el tejido de la realidad que se abría supurando, solo para él. Su portón de hierro forjado, cuyas volutas simulaban una caligrafía barroca que deletreaba la palabra «Quizás», no se abría con una llave de bronce, sino con un pensamiento. Más precisamente, con la capitulación ante un pensamiento. Se manifestaba cuando el peso de la interrogante no resuelta, esa que él pulía cada día como un avaro su única moneda, se volvía tan denso que adquiría propiedades gravitacionales, curvando el espacio urbano a su alrededor hasta que el único camino posible lo llevaba a este umbral.

Esta noche, la duda era plomo. Un plomo líquido y frío que había llenado sus venas, sustituyendo la sangre, ralentizando sus movimientos hasta una parodia de vida.

Sus zapatos, testigos de mil claudicaciones, resonaron sobre el empedrado. El sonido no fue una afirmación —hic est, «aquí estoy»—, sino una pregunta: quare?, «¿por qué?» Cada paso era una percusión hueca, la acústica de un alma vaciada. El patio era su purgatorio personal, un espacio arquitectónico diseñado, amueblado y mantenido por su propia inacción. Cada piedra de los muros que lo cercaban, herméticos, pero sin ocluir el horizonte, había sido extraída de la cantera de su mutismo. Eran palabras no dichas, solidificadas por el tiempo geológico de su arrepentimiento. El mortero que las unía era su silencio endurecido, una argamasa de cobardía y orgullo que había demostrado ser más resistente que cualquier granito.

Se ajustó la gabardina, ese sudario laico que lo definía. La tela, pesada y húmeda por una llovizna que solo existía dentro de estos muros, olía a polvo y a tiempo estancado. Era su caparazón, su uniforme de la renuncia. El sombrero, hundido hasta el puente de la nariz, no era para protegerse de la lluvia, sino para evitar que sus facciones, si acaso aún las poseía, traicionaran la magnitud de su fracaso. Era un escudo contra el juicio de un cielo que, de todos modos, estaba ciego y mudo.

Era un detective, sí, pero de un crimen singular. Un crimen sin cadáver, sin sangre y sin testigos externos. La investigación del asesinato de su propio futuro. Un crimen en el que él era, con una simetría atroz, el arma, el testigo, el principal sospechoso, el fiscal y el juez. Su corpus delicti era una ausencia, un vacío con la forma exacta de Ella. Su método no era la deducción, sino la anamnesis torturante, la repetición obsesiva del «Momento» en el teatro de su mente, buscando un detalle, una inflexión, una variable que hubiera podido cambiar el desenlace. Pero el guion estaba cerrado.

El aire estaba quieto. Inmóvil. Pesado. Era un aire sin viento, un aire que no respiraba, atrapado, como él, dentro de esos muros. Cargado con la humedad de la fuente central y el aroma vegetal, casi fúnebre, del sauce en el rincón. Era la atmósfera de un pulmón que había exhalado por última vez.

Había entrado, una vez más, al teatro de su hamartia, su falla trágica. Y su hamartia no había sido un acto de soberbia, no una hybris que desafiara a los dioses. Había sido un pecado mucho más gris, más moderno, más patético: un pecado de omisión. Una abulia tan profunda que se había vuelto un acto de agresión pasiva contra su propia existencia.

No la había perdido. El término «perder» implicaba un juego, una lucha, un azar. Él no había jugado. La había concedido. La había entregado a la entropía sin oponer la menor resistencia.

La había visto girar sobre sus talones. El escenario fáctico se había disuelto con los años, volviéndose irrelevante. ¿Fue en un andén de estación, con el vapor de la locomotora como un telón de fondo melodramático? ¿En el portal de una casa antigua, bajo la luz ambarina de un farol? ¿En la sala de un aeropuerto, con los anuncios de vuelos partiendo hacia futuros en los que él no estaba incluido? El dónde era trivial. Lo único que importaba era la esencia del gesto: su espalda volviéndose hacia él, un movimiento que era una pregunta final, una última pausa antes del corte.

Y él, paralizado por un exceso de análisis, por un pánico metafísico al compromiso o al fracaso, la había dejado ir. Su mente, ese laberinto sobre-diseñado, había entrado en ebullición, produciendo mil argumentos a favor del silencio por cada impulso visceral que le gritaba que hablara. Había temido manchar la pureza de la posibilidad con la vulgaridad de la realidad. Y al elegir la posibilidad pura, había elegido la nada.

Había permitido que la entropía, esa ley universal de la disolución, se la llevara. Ella era una estructura compleja de esperanza y futuro, y él, por omisión, la había soltado en el río del tiempo, observando pasivamente cómo se deshacía.

Y ahora, este patio era su condena. No una condena de fuego o tormento, sino algo peor: una condena de repetición. El laboratorio estéril donde, noche tras noche, repetía el experimento fallido, ajustando variables imaginarias, buscando un resultado diferente que, por definición, jamás llegaría. El patio era la materialización de su bucle mental.

Capítulo II: La Dialéctica de la Fuente

Avanzó. El movimiento fue un esfuerzo de voluntad suprema contra la gravedad de su propia apatía. El empedrado, dispuesto en un patrón de fuga que convergía en el centro, era una metáfora inexorable de su propia mente. Era la arquitectura de la obsesión. Todos sus pensamientos, sin importar cuán lejos divagaran por los arrabales de la filosofía o las minucias del día, eran atraídos de vuelta, como limaduras de hierro hacia un imán, a la misma obsesión central.

La fuente.

Era el altar de su duda. El monumento erigido al «Momento».

Se detuvo ante ella. El chiaroscuro del patio, una luz espectral que no provenía de luna o farol alguno, sino que parecía emanar de la propia piedra calcárea, la ungía con una solemnidad sacra. La fuente era el epicentro de la parálisis. El agua, el panta rhei de Heráclito, el símbolo universal del tiempo que todo lo devora y todo lo cambia, aquí cumplía una función irónica y cruel. No fluía hacia ningún lugar. Caía en un ciclo cerrado, bombeada desde una cisterna de arrepentimiento, subiendo por los conductos de la memoria para volver a caer en la pila de la obsesión.

Era un siseo perpetuo que no medía el progreso, sino la repetición. Era el sonido de una clepsidra, donde el agua caía para ser instantáneamente devuelta al recipiente superior, midiendo un presente eterno. El tiempo, para él, ya no avanzaba; solo se acumulaba, como el sedimento en el fondo de la pila.

Observó las efigies de piedra que poblaban la pila. No eran la obra de un artista, sino la materialización del instante fatal. En el centro, una ninfa de piedra, su rostro erosionado no tanto por el agua como por la intensidad de su mirada fija. El musgo, como una enfermedad cutánea, se aferraba a sus pliegues, un verdín parasitario alimentado por su estasis. A sus pies, un grupo de putti congelados en una alegría incomprensible, sus bocas redondas arrojando los chorros de agua, sus ojos de piedra ciegos a la tragedia que enmarcaban.

Para el Hombre, aquello no era una escena mitológica. Era el tableau vivant de su parálisis.

Él era una de esas figuras de piedra.

Ella era la ninfa central, con el rostro vuelto hacia un lado, hacia el sauce, como si intuyera el luto que él cultivaría en su ausencia. Su pose no era de partida, sino de expectativa, una quietud que suplicaba ser rota. Y él… él era una de las figuras menores, un putto grotesco en el borde, con la boca abierta, no para reír o manar agua, sino en el gesto mudo, el rictus de una palabra que no se atrevió a pronunciar. Una palabra que se había petrificado en su garganta.

No te vayas. Quédate. Te amo.

Las palabras más simples, los conjuros más antiguos y potentes, las únicas necesarias, se habían disuelto en su garganta. Se habían ahogado en un pantano de sofismas, envenenadas por un silogismo cobarde que su intelecto había construido como mecanismo de defensa: «Si me ama, se quedará. Si no me ama, mis palabras son inútiles». Qué arrogancia la suya. Qué estupidez. Había aplicado la lógica al milagro, había intentado diseccionar el misterio con el bisturí de la razón, y el milagro, por supuesto, se había evaporado. Había exigido una prueba de fe sin ofrecer la suya.

Ahora, el sonido del agua era su tortura. Cada gota que golpeaba la superficie de la pila era un eco. No solo era un siseo, era una multitud. Eran las voces de mil futuros contrafactuales, siseando al unísono.

¿Y si hubieras hablado? ¿Y si solo esperaba una señal, por mínima que fuera? ¿Y si tu silencio no fue prudencia, sino la más abyecta de las cobardías? ¿Y si ella también tenía miedo, y solo necesitaba que tu valor le diera permiso al suyo?

El agua era el ruido blanco de su fracaso. Se acercó tanto que la llovizna fría de la fuente le golpeó el rostro, confundiéndose con una humedad que él nunca se permitiría admitir, ni siquiera aquí, en la soledad absoluta de su castigo. Buscaba en la piedra erosionada de la ninfa el rostro de Ella. Pero no lo encontraba. La piedra era genérica, mítica. La fuente no contenía su memoria; contenía la memoria de su fracaso.

Ella estaba viva, en alguna parte. Su rostro seguía siendo de carne, sujeto al tiempo real, acumulando arrugas que él nunca besaría. Era él quien se había convertido en piedra. Era él quien estaba aquí, inmóvil, mientras el agua de la repetición lo cubría lentamente de musgo.

Capítulo III: El Silogismo de la Incertidumbre

La pregunta central, el gusano en el corazón de su intelecto, la carcoma que devoraba la viga maestra de su cordura, no era si la amaba. Eso era un axioma. Un postulado tan fundamental que cuestionarlo sería como cuestionar su propia existencia. El amor era el motor inmóvil de su tragedia.

La pregunta, la que lo devolvía a este patio noche tras noche, era: ¿Hice lo correcto?

Este era el núcleo de su parálisis. Este era el veneno refinado que su propia mente destilaba. Porque su intelecto, sofisticado, barroco y autodestructivo, podía argumentar ambas caras de la moneda con idéntica brillantez, con igual poder de convicción. Su mente era un tribunal perfectamente equilibrado, donde la fiscalía y la defensa eran tan competentes que el juicio no podía sino declararse nulo, una y otra vez, eternamente.

Argumento A (La Tesis del Sacrificio): La voz de este argumento era profunda, mesurada, con un timbre de nobleza trágica. Era la voz de su ego, de su orgullo, la narrativa que construía para poder mirarse en los espejos oscuros del patio. «Hice lo correcto», susurraba. «Dejarla ir fue un acto de nobleza, el único verdadero acto de amor que un ser como yo podía cometer. Yo, con mi melancolía endémica, con esta sombra que proyecto (y miró su propia silueta en el suelo, una mancha de oscuridad aún más densa que la noche del patio), la habría marchitado. Mi amor es un amor de raíces, un amor que estrangula, que exige, que drena la luz. Mi silencio fue un regalo: le di su libertad. La amé tanto que la protegí de mí mismo. Fue un acto de fuerza inmenso, una auto-inmolación silenciosa. Soy el mártir de su felicidad».

Argumento B (La Antítesis de la Cobardía): La voz de este argumento era un siseo, una burla que se colaba por las grietas de la Tesis A. Era la voz de su honestidad más cruda, la verdad abyecta que se acurrucaba en su estómago. «No hiciste nada», se mofaba. «Tu inacción fue terror puro. Miedo al rechazo, sí, pero eso es trivial. Fue algo peor: miedo a la felicidad. Pánico a la responsabilidad que implica un futuro compartido. La tristeza es fácil, la melancolía es autoindulgente; solo requieren pasividad. La felicidad es una obra de ingeniería, requiere mantenimiento constante, vulnerabilidad, presencia. Temiste que, si se quedaba, descubriría el fraude que eres. Temiste no estar a la altura, no de sus expectativas, sino de la simple, banal, cotidiana exigencia de estar presente. Tu silencio no fue un escudo para ella; fue un escondite para ti. Fue un acto de debilidad absoluta, disfrazado con los ropajes de un drama romántico. Eres un cobarde».

El patio existía en la tensión irresoluble entre estas dos narrativas. Era el cadalso de su ambigüedad.

Durante años, en la ciudad profana, había intentado encontrar pruebas que inclinaran la balanza. Había sucumbido a la tentación moderna de la búsqueda. Había tecleado su nombre en motores de búsqueda, rastreado redes sociales bajo perfiles anónimos, buscado registros públicos. Pero el mundo es vasto y ella, consciente o no de su huida, había sabido desaparecer. O tal vez, simplemente, su vida era demasiado normal para dejar un rastro digital ruidoso. No sabía nada de ella.

Y esta ausencia total de datos —si era feliz o miserable, si se había casado con un hombre más simple y valiente, si estaba sola en un apartamento con un gato, si alguna vez pensaba en él con ira o, peor, con indiferencia— creaba un vacío perfecto. Un vacío que su imaginación, como la naturaleza, se apresuraba a llenar con los peores espectros.

La incertidumbre era su castigo. Era un castigo diseñado a medida para un intelecto como el suyo. Si supiera que ella era feliz, su «Argumento A» se solidificaría. El dolor sería agudo, pero limpio. Él podría ser el mártir noble de su propia historia, una figura byroniana satisfecha en su sacrificio. Si supiera que ella era infeliz, su «Argumento B» se volvería una daga envenenada. El dolor sería insoportable, una culpa corrosiva que lo disolvería. Él sería el cobarde que la abandonó a su suerte, el monstruo de la historia.

Pero no sabía nada. Y por eso, ambas posibilidades existían simultáneamente, vibrando en una superposición cuántica de arrepentimiento. Estaba atrapado, como el asno de Buridán, entre dos fardos de dolor, incapaz de elegir cuál era el verdadero, muriendo de hambre no de comida, sino de certeza.

Su intelecto le había jugado la trampa final: había hecho de la duda su único hogar. Y ahora, no podía encontrar la puerta de salida. La certeza, en cualquier dirección, sería una liberación, una forma de muerte. Pero la duda era la vida eterna, era el infierno de la repetición.

Capítulo IV: La Botánica del «Pudo Ser»

Apartó la mirada de la fuente, incapaz de soportar un instante más su dialéctica líquida, su percusión de preguntas sin respuesta. El agua era el metrónomo de su locura. Se volvió, con la lentitud de un golem, hacia el segundo pilar de su prisión, el otro polo de su tormento.

El sauce llorón.

Si la fuente era la pregunta intelectual (¿Hice bien?), el sauce era la respuesta emocional (Me duele).

Ocupaba la esquina noroeste del patio, un Salix babylonica de una magnificencia monstruosa. Era menos un árbol que una catástrofe botánica. Sus raíces, como los tentáculos de un kraken despertado, habían reventado el ordenado empedrado de la razón que convergía en la fuente. Las losas estaban levantadas, rotas, en un caos que testificaba la futilidad de sus intentos por mantener el control. El árbol era la prueba viviente de que el sentimiento, el dolor crudo, por mucho que se intente pavimentar sobre él, por mucho que se intente confinar con la lógica, siempre encuentra una grieta para emerger, violento e imparable.

El árbol era el monumento a «lo que pudo haber sido».

Era una manifestación orgánica de su autoindulgencia, de su luto no por la pérdida de ella (ella, la persona real, estaba perdida en el mundo de la prosa), sino por la pérdida de la versión de sí mismo que habría existido si se hubiera atrevido a actuar. Estaba de luto por el Hombre que nunca fue.

Se acercó. El árbol crecía con una fuerza obscena, con una vitalidad perversa, alimentado, como no podía ser de otra manera, por la humedad de la fuente. Era un ecosistema cerrado de dolor. Su arrepentimiento (el árbol) se nutría de su duda (la fuente). El sauce, a su vez, con sus ramas péndulas, envolvía la fuente, protegiéndola, ocultándola del mundo exterior que no existía, asegurándose de que nadie más pudiera ver el núcleo de su fracaso. El dolor protegía a la duda que lo alimentaba. Era el Ouroboros de su psique.

Rozó las ramas péndulas. No eran hojas, eran velos. Fríos, húmedos, como el pelo de una ahogada. Eran los velos de una viuda perpetua, pero él estaba de luto por una vida que nunca había nacido. Las ramas, como una cortina de arpas eólicas, vibraban levemente, aunque no había viento. O quizás el viento era su propia respiración contenida.

Y el Hombre escuchó en ellas el susurro de los futuros abortados.

Se adentró en la cortina del sauce, desapareciendo de la vista del patio. Dentro, el aire era aún más denso, y el sonido de la fuente se atenuaba, reemplazado por este susurro vegetal. Era un confesionario sin sacerdote, un vientre estéril.

Cerró los ojos y los espectros acudieron, no como fantasmas, sino como viñetas vívidas, futuros perdidos que el árbol custodiaba.

Vio una cocina inundada por el sol de la mañana. Ella, con el pelo recogido, riendo por algo que él había dicho. El olor del café. Discutían sobre el color para pintar una pared. Un azul demasiado frío, un amarillo demasiado estridente. Una disputa banal, intrascendente, y por eso mismo, sagrada. Una disputa que él daría su alma por tener ahora mismo.

Vio una sala de estar en penumbra, en una noche de invierno. Lluvia contra los cristales. Él leyendo un libro, ella en el otro extremo del sofá, con los pies recogidos bajo una manta. El silencio cómodo de dos personas que ya no necesitan llenar el vacío. Ella levantando la vista, preguntándole qué leía. Y él, iniciando una discusión sobre un punto de filosofía, y ella, rebatiéndolo con una inteligencia que lo desarmaba y lo enamoraba de nuevo. La calidez de una asociación intelectual que él había arrojado a la basura.

Vio una escena de enfermedad. Él, postrado, febril. Y la mano de ella, fresca sobre su frente. La preocupación en sus ojos. La vulnerabilidad de ser cuidado. El terror que le habría dado, y la aceptación final de esa entrega.

Vio la vejez. Manos arrugadas, la de ella sobre la de él. El argumento sobre los nombres de hijos que nunca concibieron, ahora transformado en una broma recurrente, una cicatriz compartida que ya no dolía, sino que unía. La paz de un envejecer juntos que él había vetado con su silencio.

Todos estos «pudo ser» susurraban entre las hojas del sauce. Eran más reales, más tangibles para él, que la ciudad profana que había dejado fuera. Él había asesinado todos estos mundos. El sauce era su cementerio, y él era su único visitante, su único deudo.

Se apoyó contra el tronco nudoso, sintiendo la savia fría bajo la corteza, y por primera vez esa noche, el detective, el lógico, el sofista, se permitió un lujo que la fuente no toleraba: el dolor puro, sin la coartada del análisis.

Capítulo V: El Fuego Frío de la Otredad

El dolor se volvió insostenible. La autoindulgencia del sauce era un pantano que amenazaba con tragarlo. Se apartó de las ramas húmedas, retrocediendo hacia el espacio abierto del patio, limpiándose la humedad de las hojas de la cara como si fueran telarañas. Necesitaba el castigo limpio de la fuente, el filo de la lógica.

Y entonces, miró hacia el horizonte.

Más allá del muro de piedra, más allá del velo del sauce, en la dirección en que los muros no bloqueaban su vista, y se veían las luces de la colinas.

No eran estrellas. Las estrellas pertenecían al universo, a la metafísica, y eran frías y distantes. Estas luces eran humanas. Doradas, cálidas. Un enjambre de luciérnagas indiferentes, parpadeando con una vida banal.

Para el Hombre, esas luces eran la tortura final.

Porque no eran, como había creído en años anteriores, un símbolo abstracto de «la vida normal». Eran, esta noche, con una certeza que le oprimía el pecho, el lugar donde ella estaba.

No literalmente, no en esa colina. Sino allí fuera. En el mundo de la prosa, en el mundo de las acciones y las consecuencias, en el mundo donde la gente cenaba, pagaba facturas, hacía el amor, cometía errores, pedía perdón y seguía adelante.

Él estaba atrapado en el poema estéril de su patio, un soneto perfectamente construido de dolor y duda, mientras ella vivía en la prosa desordenada, funcional y viva del mundo.

Sufría de una certeza atroz, la única certeza que este patio permitía: ella había seguido adelante. Su inacción la había liberado. Él le había mantenido la puerta abierta y ella, lógicamente, después de esperar un tiempo que a él le pareció una eternidad y a ella, probablemente, solo lo justo, había cruzado el umbral. Había aceptado esa libertad no deseada.

Mientras él estaba petrificado en este patio acromático, ella estaba viviendo en color.

Esta era la verdadera naturaleza del noir que habitaba: él era el fantasma. Él era la sombra. El mundo de los vivos, el mundo de ella, era ese fuego frío en la distancia. Esas luces doradas eran las ventanas de las casas de los vivos, y él era el espectro que miraba desde el frío del cementerio.

Se obsesionó con las luces, construyendo viñetas de tortura.

¿Estará cenando ahora? Imaginó una mesa. Un mantel sencillo. Platos. Comida caliente. Y un hombre frente a ella. Un hombre sin laberintos en la cabeza. Un hombre que, cuando quiso algo, simplemente lo dijo. Un hombre que veía un futuro y caminaba hacia él. Imaginó la mano de ese hombre rozando la de ella sobre la mesa. Un gesto casual, posesivo, tierno. Y sintió el tacto fantasma en su propia piel, como un ácido.

¿Estará mirando por una ventana? Quizás estaba sola, en una ciudad con nombre, en un apartamento que olía a ella. Mirando una lluvia real, no la llovizna psíquica de este patio. ¿Pensaría en él? ¿O, peor aún, no estaría pensando en absoluto, simplemente viviendo, habiendo relegado el «Momento» a una anécdota trivial? A un «¿Te acuerdas de aquel hombre tan extraño, tan complicado, que no dijo nada?»

El peor de los espectros no era su odio. Era su irrelevancia. El miedo a que su gran tragedia, su sacrificio (Tesis A) o su cobardía (Tesis B), para ella no hubiera sido más que un episodio confuso, una nota a pie de página en la novela de su vida. Que el evento que para él era el eje de su existencia, para ella fuera un simple desvío del que se había recuperado hacía años.

Esta era la otredad. La existencia de un universo, el de ella, que seguía expandiéndose mientras el suyo se había colapsado en esta singularidad de piedra y agua. Su condena era ver la luz, entender el calor, pero estar eternamente separado de ella, no por un asesino, no por un destino trágico, no por los dioses, sino por un único instante de abulia. Por un «quizás» que debió ser un «sí».

Capítulo VI: Clausura y Sentencia

Un viento frío, el primero de la noche que parecía real, barrió el patio. No fue una brisa, fue un suspiro de agotamiento del propio lugar. Las hojas del sauce sisearon, y el portón de hierro, aquel por el que había entrado, aquel que deletreaba «Quizás», se cerró de golpe.

El sonido no fue el de una celda. Fue peor. Fue el sonido seco y metálico de una caja fuerte cerrándose, de un mecanismo de relojería de alta precisión encajando en su lugar, sellando la bóveda. El «Quizás» se había cerrado. Lo que estaba dentro —su arrepentimiento— estaba ahora asegurado, a salvo de cualquier contingencia, a salvo de la vida.

El Hombre no se inmutó. No había salida, porque nunca había deseado una. La salida habría implicado una acción, una certeza. El patio era él. Sus huesos eran los muros, su sangre era el agua de la fuente, su sistema nervioso eran las raíces del sauce.

El detective había resuelto el caso. Sacó un cuaderno imaginario de su gabardina y dictó mentalmente su informe final.

El crimen: Inacción. Homicidio por omisión, siendo la víctima el Futuro. El motivo: Miedo. Miedo a la vida, disfrazado de prudencia intelectual y nobleza romántica. El arma: El Silencio. La víctima: Él mismo. Cómplice: Ella, por haberse ido, por haber obedecido a su silencio, por no haber luchado contra su nada. (Tachó esto último. Era injusto. La única culpa era de él). El veredicto: Culpable. Más allá de toda duda razonable. Culpable en el primer grado de la existencia.

La sentencia: Repetir la pregunta «¿Hice lo correcto?» ad infinitum, en este mismo patio, sabiendo que la respuesta es, y siempre será, no.

La sentencia no era el dolor. El dolor era un subproducto. La sentencia era la repetición. Era Sísifo, pero su roca no era una piedra, era una interrogante. Y cada vez que la subía a la cima de la lógica (Tesis A), la verdad (Tesis B) la hacía rodar de nuevo hasta el fondo.

Se quedó inmóvil, una silueta más oscura contra la mampostería oscura. Las luces de la colina, el fuego frío de la otredad, comenzaron a apagarse, una por una, mientras la ciudad de los vivos se entregaba al sueño, al olvido, al sexo, a la simple recarga biológica para la prosa del día siguiente.

Pero él no dormiría.

Permaneció de pie, el único testigo en el juicio perpetuo de sí mismo, el vigilante de su propio mausoleo. Escuchando.

Escuchando el siseo del agua sobre la piedra. El sonido de lo que fue, golpeando inútilmente la roca de lo que nunca será.

Y la duda, ya no una pregunta, sino un estado del ser, una ontología, se asentó sobre él, tan pesada, tan gris y tan permanente como su propia gabardina. Su intelecto había construido la prisión perfecta, y su cobardía había tirado la llave.

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